Sabina no se venía nunca

Sabina no se venía nunca, tampoco le exigía nada a Carlos. Cuando él se iba con su estúpida sonrisa en la boca y las axilas mojadas, ella se bañaba con estropajo. Al salir del baño, dejaba caer la toalla con sutileza, contemplaba su cuerpo frente al espejo, esparcía almíbar y comía duraznos. Se metía el dedo en la vagina saboreándose, jadeaba para ella, se besaba los hombros, los pezones. 

Si ya estaba muy excitada se tiraba a la cama bruscamente como si alguien la hubiera lanzado, repasaba su abertura lentamente, se acariciaba el cabello y las tetas; moldeaba sus caderas, sus piernas, hacía figuras en las alturas, se descubría.

Al encontrarse los ojos en el espejo, se decía palabras sucias, y se acariciaba el clítoris en círculos. Después empezaba a sentir como si le quemaran la punta de los pies, sabía lo que se aproximaba y lo hacía más y más rápido. Aaaaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjjjjjj, se escuchaba desde su cuarto. Sabina se retorcía en las sabanas y poco a poco se dejaba caer.

Cuando pasaba el temblor, abría lentamente los ojos, se abrazaba y se quedaba tendida en la cama. Era maravilloso quererse así.

-Te amo- le decía aquel cerdito desde su teléfono.

-Te amo también-  decía ella levantando una ceja.


Isabel Caicedo

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