El arenero
—Yo voy— gritó Nicolás cuando la mamá clamó por un mandado. Todos en casa estaban asombrados de su repentina voluntad.
Al
llegar de la tienda entregaba una parte de los vueltos y sacaba un justo
porcentaje que guardaba en el bolsillo, se dirigía al cuarto despacio, sin que
el movimiento lo delatara, iba hasta el armario y apartaba las medias para
depositar las monedas en el armadillo de barro. Después lo cargaba para pesarlo
y sonreía. Aquél domingo una ola de nerviosismo se le metió por todo el cuerpo,
porque lo descubrió muy pesado y pensó que en cuestión de tres mandados estaría
lleno. Por fin podría ir sólo como un rey y ordenar con el dinero en la mano: me
llevo aquella, la azul con verde.
El
martes, después de ir por leche y hierbas, intentó introducir la moneda pero
ésta chocó con otra y quedó por fuera. El corazón le saltó como una pulga.
En la
calle la gente le parecía más colorida y él, con la bolsa en el maletín,
intentaba descubrir ladrones donde no los había. Llegó a la tienda y tal como
se lo había imaginado ordenó la pala azul y verde que aún reposaba en el stand.
No podía evitar echarle ojeadas camino a casa.
Al día
siguiente, el último día del año, tenían día de arenero su salón y el salón
donde estaba Juanita. De Juanita sabía poco. Sebas le había dicho que era una
niña enojona y que siempre quería mandar en los juegos, además sólo se juntaba
con las amigas, pero a él no le parecía que fuera así.
El
otro día él le había regalado un chocolate y ella se había dejado besar el
cachete sin enojarse. A Nicolás no le había quedado de otra que salir corriendo
de la pena y ella, le cuentan, se quedó mirando cómo se alejaba. El caso es que
llevaría la pala nueva y la compartiría con ella para recolectar arena y hacer
un castillo o un cohete gigante, entre los dos.
Esa
noche él mismo alistó el uniforme, no dejó que lo hiciera la mamá, sacó punta a
los colores y en el maletín metió la pala; con ella le demostraría a Juanita lo
mucho que la quería, porque de verdad la quería y a veces hasta más que a su
mamá, pero ojalá nadie escuchara ese pensamiento.
Amaneció.
Ese día en vez de Don Luis esperarlo, él esperó a Don Luis y vio cómo el bus
dobló la esquina hasta llegar a sus pies. Ahí dentro le contó a Sebas lo que
pensaba hacer. Juntos tomaron la bolsa y fueron los primeros en oler el aroma
de las palas nuevas. Un olor a plástico fino, que nadie más había tocado, sólo
las máquinas gigantescas de la enorme fábrica.
La
campana sonó y todos gritaron y corrieron directo al arenero, incluida Juanita,
que fue sola. Nicolás logró verla al instante porque brillaba entre la
multitud, la vio venir con las dos colitas y ese pelo tan negro y tan liso,
sola, sin las amigas pero con ganas de entrar al arenero. Entonces le contó que
con dinero que él mismo había ganado pudo comprar la pala y que se la prestaría
sólo a ella para que hicieran un barco, o un cohete gigante. Juanita dejó
escapar una sonrisa con desgano, tenía algo en los ojos que no la dejaba ser
ella del todo, y claro no era para menos, las amigas le estaban sacando la
lengua del otro lado del arenero y ella tenía la cara colorada.
-No te
preocupes -le dijo Nicolás-, nos podemos ir juntos en la ruta, voy hablar con
Don Luis, ahora sólo preocúpate por el cohete que vamos a hacer.
Ella
tomó la pala y sin decir gracias le hizo caso. Juntos empezaron a recolectar
arena, él le propuso que hicieran un cohete del tamaño de esa montaña que se
veía allá, ella sonrió y dijo que sí, además le gustaría que en el cohete
fueran un día al espacio. Nicolás pensó que un viaje al espacio con Juanita
sería re divertido y de pronto hasta le propondría que acamparan allá.
Sentía
una corriente de mil voltios cuando estaba con Juanita, el olor a fresas de su
cabello negro, lo volvía loco. En un momento ella fue por una pluma para
adornar el cohete, mientras él cavaba para darle forma al cono, al tronco. Se
acordó del cohete de las chocolatinas Jet y pensó que cuando fuera grande sería
bueno conducirlo y saber de qué color es la comida de los marcianos o qué hay
dentro de los huecos de la luna. Cuando estaba haciendo las aletas, de repente,
sintió una oleada de arena caliente que lo dejó sordo de una oreja. Juanita
estaba furiosa y le dijo que era un mentiroso, que la pala era de Daniel y que
él se la había robado, las amigas, ahora al lado de Juanita, asentían con la
cabeza. ¡Mentiroso! decían todos. Nicolás intentó hablarle pero ella le
arrebató la pala y se la dio a Daniel. Nicolás, hecho todo rabia y arena,
destrozó el cohete con manos y pies y se montó al triciclo rumbo al salón.
El
timbre de salida provocó el grito de siempre, los buses de transporte ya
estaban parqueados. Nicolás cogió el maletín y olvidando la promesa que le
había hecho a Juanita corrió tan rápido como pudo hasta que entró, solo, al bus.
Daniel le explicó a Juanita que todo era una mentira de sus amigas. Ella se
puso verde y mientras se alejaba la ventana donde Nicolás estaba, rompió a
llorar y le contó a Daniel que ella quería mucho, mucho, a Nicolás y que el día
que él le regaló una chocolatina fue el día más feliz de su vida.
Nicolás
les va decir a sus padres que lo cambien de colegio, ya no quiere ver a Juanita
nunca más, piensa y golpea el asiento de adelante. Juanita pone la cabeza en el
maletín y mientras espera el transporte, ve un cielo azul que se hace borroso
con las lágrimas. Ahí, sola y callada llora tanto que parece recién salida de
un aguacero, llora y llora hasta quedarse dormida.
Isabel
Caicedo.
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