LOS BROWNIES


Necesitaba dinero, estaba en la universidad y vendía dulces pero aún así no me alcanzaba, entonces hablé con Leo, que era mi novio y quedamos en hacer brownies con Marihuana.

La tienda amarilla, como yo le decía, era conocida por todos en mi casa y mis amigos en la u me compraban sobre todo los viernes cuando había audición: se trataba de una cajita imusa aplanada donde ponía los dulces, una tienda ambulante.

El jueves Leo me llevó a su casa y cocinamos los brownies para vender porque en su casa no había líos de nada. Ese día mientras cocinamos hablamos en el patio, tocamos la tambora, nos besamos y fumamos pechesitos, cuidando siempre de nuestras pequeñas creaciones culinarias.

El viernes transcurrió normal en la universidad, yo vendí mis brownies y estaba contenta porque al fin me sacaba un poco más, ese día decidí ir a casa, dejar las cosas e irme con Leo a una fiesta. Llegué, me cambié de blusa y puse la tienda y los dos brownies, los más grandes que habían sobrado, en el armario de mi ropa para que las hormigas no los alcanzaran. Salí.

Esa noche me quedé donde Leo.

Al otro día hablé con mi mamá, me contó que a papá lo habían llevado al hospital, me sorprendió porque él casi nunca se enferma de nada, le pregunté qué le pasaba y me dijo que tenía algo así como arritmia cardiaca. -Mierda- pensé, el viejo ya no es el mismo roble y colgué.

El sábado en la noche llegué a casa con un poco de guayabo, saludé a todos y cuando me dirigía a mi cuarto mi mamá me preguntó con un tono pausado:
- ¿Qué tenían esos brownies?
En ese momento até cabos y entendí todo. No sabía si reírme o qué. Le dije “marihuana”. No había terminado la A, cuando se abalanzaron sobre mí toda clase de recriminaciones, la que más me acuerdo es: “¿usted se va a volver una jíbara?” - mierda, no, sólo necesitaba dinero-.

El viejo zorro se había tragado, no uno, sino los dos brownies con un vaso gigante de leche, supongo que viendo televisión y comiéndose todo ese THC que yo había incrustado en la cocción. Había estado toda la tarde mareado y con sueño, me cuenta mi mamá que se tenía de las paredes de la traba.

Todos me recriminaron pero algunos estuvieron de acuerdo que también era responsabilidad suya, por esculcar en mi cuarto y además ingerir lo que no habían traído para él. El viejo me decía que había podido matarlo, mi mamá que había otras formas de conseguir dinero, los demás ayudaban a avivar el fuego, medio riéndose y medio indignados, hasta que en un momento empezó a invadirme una risa terrible, de esas que van saliendo en los momentos menos apropiados. Comencé a reírme tan fuerte que los demás se contagiaron, el viejo me miraba con sorna. Yo no podía parar de imaginármelo trabado, a él, que nunca se había pegado una fumada en su vida, él, que recriminaba a los marihuaneros o a los que lo parecieran, no podía dejar de sorprenderme de esa carambola del destino que puso trampa a su salud por sus pilatunas de viejo antojado, de viejo glotón.


Hoy en día, cuando lo recordamos sólo podemos reírnos. Le preguntamos si le quedaron gustando y yo me ofrezco a prepararlos de nuevo. Vale decir que fue el fin de mi carrera culinaria, por eso ahora entro poco a la cocina. ¿Y el viejo? Ese aún sigue comiéndose cuanto chocolate, galleta o dulce escondido logra recuperar en sus búsquedas ociosas, sigue triunfando en el fino arte del esculque y el mecato sigue siendo su más sabroso botín. Viejo mecatero.


Isabel Caicedo.


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