Sara abortista
Sara parecía recién salida de un aguacero. Papá no tenía razón, el sillón era de todos, pero aun así no había dudado en sacar la correa y pegarle. El llanto no era de dolor, era pura rabia y nadie le sobaba las nalgas, nadie venía a acariciarle la frente.
Cuando el llanto fue menguando, se chupó el dedo y metió una almohada entre las piernas, las movía para sacudirse la rabia. Después de unas patadas a la nada, sintió que un cosquilleo extraño se posó en la mitad de sus piernas, siguió moviéndose y empezó a sentir algo caliente, como si un pedazo de sol anidara ahí, se frotó más y más, miró a todos lados pero nadie venía. «Entonces es así como se hacen los bebés» pensó, y siguió haciéndolo agitada. Sintió que el calor le pasó hasta los pies y luego la dejó un poco sorda. Se tendió en la cama, una especie de playa muy lejos de sus papás.
Al otro día se levantó preocupada. Había quedado embarazada, cómo iba a justificar lo de la barriga. Dejó de comer tanto y cada noche se miraba la panza. En efecto crecía y crecía,
hasta que un día sintió morirse, le dolía allí adentro, estaba acalorada, su piel se veía grasosa.
Sara llamó a su mamá, empezó a contarle lo de la piel grasosa, los dolores ahí abajo y cuando estaba a punto de decirle lo del embarazo, su mamá la abrazó y le dijo:
-Tranquila mi amor, tienes la luna dentro.
Y le pasó una toalla higiénica.
Sara fue al baño y vio una mancha roja en los calzoncitos. «Así que esto es el aborto», pensó. Y se echó a llorar.
Isabel Caicedo.
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